lunes, agosto 29, 2005

CAPITULO I

Internet es tan increíblemente inmenso que hasta se puede comunicar con uno mismo.

La ciudad quedó vacía a media noche en medio de un torrencial aguacero. El agua bajaba a caudales por las empinadas cuestas que ellos habían trepado minutos antes. Aún jadeantes y todavía con la luz apagada se quedaron juntos frente a la ventana viendo la ciudad. Las gotas se estrellaban contra los vidrios, feroces. El agua les chorreaba por la cara, era una lluvia de luz que les volvía aún más deseables. Arturo supo en ese momento que estaba causándose una herida de la cual nunca se repondría totalmente. Desde un principio tuvo la certitud que esa noche y ese aguacero eran los síntomas de un conjuro, una apuesta entre Zeus y Afrodita en la que los mortales son solo fichas. Marylin fue a sentarse, se quitó el buzo empapado y encendió un cigarrillo. Fumó un poco y decidió encender la lámpara al pie del sofá. Todo cambió de repente. Los objetos tomaron bruscamente su peso y ella logró su objetivo disecando el misterio. Él se volteó suavemente pero molesto por esa incandescencia repentina; enseguida fue la blusa blanca mojada sobre los pechos de Marylin la que le hizo olvidar que lo estaban distanciando. Esta vez ella se había equivocado. Un efecto perverso volvió la situación particularmente intima. Además Marylin no sospechaba nada todavía. Arturo podría flirtear y mirar su reacción en los pezones a medida que él fuera acercándose.

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